LOS PERROS DEL PARAÍSO es un universo barroco, una parábola surreal pero exacta que une la Castilla gótica que se hace Imperio con el descubrimiento, admiración y saqueo de nuestra América.
Dos adolescentes terribles, Fernando e Isabel, en una alianza de erotismo y de voluntad del poder se adueñan del Reino que agoniza en manos de Enrique IV, el Impotente. Viven una fiesta de guerras, amor, celos, y casi sin saberlo fundan el Occidente imperial-impostor-visionario, al hebreo-católico (ambiguamente circuncidado), a quien poco le importaban las Indias, donde las multinacionales que financiaron los viajes esperaban un provechoso saqueo de especias, oro y esclavos, sino la posibilidad de llegar al Paraíso Terrenal, la tierra donde cesarían para siempre la muerte, el dolor, la angustia. Todas sus talentosas navegaciones están guiadas más por el poeta que se cree descendiente de Isaías que por el marino al servicio del Imperio. Hay una especie de “conjuración del Paraíso” en la que la Reina Isabel no sería del todo ajena. Los historiadores oficiales se quedaron al margen de esto, tan vez escandaloso. Pero lo cierto y documentado es que Colón comunica a los Reyes y al papa Alejandro Borgia, con solemnidad y convencimiento, que había anexado el Paraíso Terrenal a la Corona. Hasta describe su orografía como un delicioso seno de mujer agregado a la aburrida esfericidad del planeta. El genovés cree que los indios son ángeles u hombres antes de la Culpa, preadamitas, que, según sus palabras, “verdaderamente se aman los unos a los otros”. Por su parte, los indios creen que los europeos son los dioses salvadores vaticinados por Quetzalcoatl. De este trágico y mutuo malentendido surgirá el mayor genocidio quizá conocido por la historia.
Colón, convencido del fin de la Culpa, ordena la desnudez, incluso a eclesiásticos y prostitutas, y proscribe le trabajo y la acumulación de bienes, que, como el pudor, son condenas nacidas del pecado original de Adán y su mujer que cedieron al abuso de frutas seguramente afrodisíacas.
Pero las leyes del comercio y del Imperio son implacables: Roldán, apoyado por el clero, dará el primer coronelazo de América. Colón terminará en cadenas y los “ángeles” rematados en Sevilla o esclavizados en las minas. La moral pública queda a cargo de los “mastines bravos”, algunos de los cuales hasta merecieron elogiadas biografías. Cuenta el célebre cronista Oviedo de uno llamado Beccerrillo: “Era ferocísimo lebrel defensor de la fe católica y de la moral sexual. El sólo despedazó a más de doscientos indios pecadores”.
LOS PERROS DEL PARAÍSO es, entre otras cosas, la fantástica y trágica historia del Descubrimiento, el encantamiento y el saqueo de nuestra América. Pero es también el canto a la eterna, renovada e indeclinable esperanza en un paraíso-mundo de justicia y dignidad.
Nacido en Córdoba (Argentina) en 1936, Posse realizó estudios en Buenos Aires. En 1959 se trasladó a París, donde se dedicó a estudios políticos y literarios. Más tarde vivió en Tubinga, Sevilla, Moscú, Lima y Venecia, para volver de nuevo a París, donde reside actualmente en razón de su cargo diplomático.
Se inició en la creación literaria escribiendo poemas que llegaron a la publicación en diarios y revistas sudamericanas. Su primera obra narrativa fue Los bogavantes, de aparición retrasada por las sinrazones de la censura franquista. La boca del tigre (1971), su segunda novela, obtuvo el Premio Nacional de Literatura de Argentina; Ernesto Sábato la consideró como “la obra del hombre en crisis total”.
En 1978 apareció en España, en Argos Vergara, Daimón, un texto narrativo que condensa los mitos y las historias verdaderas o ficticias del continente latinoamericano. Pariente en estilo y tema de Los perros del Paraíso, fue calificada en su día como uno de los mayores logros de la narrativa sudamericana. El crítico Claude Couffon escribió en “Le Monde”: “La invención barroca de Abel Posse es inagotable. Amor, sarcasmo, ironía, humor, alternan o se conjugan para construir un relato fascinante, expresión veraz de una América desmesurada y auténtica”.
Creo que pocos premios literarios podrían honrarnos más que el Rómulo Gallegos: es nuestro premio por antonomasia, el mayor galardón de las letras latinoamericanas. Que mi obra haya sido escogida entre tantas otras de valor es causa para mí de alegría y de reconocido agradecimiento.
Son muchos los años de soledad, de lucha frente a la página en blanco, de búsqueda ansiosa de ese lenguaje que se transforme en puente entre la palabra de todos y nuestra autenticidad. Y pocos -y por lo tanto bienvenidos o intensos- los momentos de ese reconocimiento, que renueva el impulso necesario para la continuación de la tarea.
Venezuela ha instituido este premio para recordar justamente a uno de los gigantes fundadores de la hoy pujante República Literaria Latinoamericana. Rómulo Gallegos ha tenido la intuición de buscar en la realidad de su tierra y de sus seres la materia de su obra. Señaló un camino importante al rescatar el alma y los rasgos esenciales de los hombres de esta parte del continente.
Me siento particularmente agradado, especialmente al tener en cuenta que la fundación que lleva su nombre, en las convocatorias ya habidas, ha sabido privilegiar lo literario sin consideraciones de otros criterios ni de presiones políticas. Hecho que prueban los títulos galardonados: La casa verde, Cien años de soledad, Terra nostra y Palinuro de México. El común denominador de estas obras ha sido la calidad literaria y el compromiso con la realidad de América.
Nuestra literatura
No podría haber sido de otro modo sobre todo en tiempos en que la invadente subcultura de importación afecta, con su insistencia malsana y tenaz, nuestras propias formas de sensibilidad y estilo. La literatura latinoamericana está en la vanguardia de una resistencia. Los abusadores de nuestra América se llevaron y se llevan mucho, pero todavía, como diablos desilusionados en su contrato fáustico, no han podido con nuestra alma. Los poetas y escritores son los destinados a expresarla, a decir quiénes realmente somos y dónde estamos en estos tiempos de interesada confusión.
Esa literatura no es ya de Venezuela, México, Colombia, Brasil, ni de Argentina; es ya de todos. Es un hecho continental porque sabe alcanzar el alma de los latinoamericanos venciendo las barreras del provincianismo. Es la única multinacional que le pudimos devolver a un mundo que nos suele vaciar con sus multinacionales. Es una presencia firme en el panorama de la cultura internacional: en la actual decadencia de las letras europeas y anglosajonas, nuestras obras se reciben como edificante impulso de fantasía y vitalismo.
En nuestros grandes poetas y escritores se encuentra un espacio de imaginación y poderosa inventiva. Es un vasto panorama de voces diversas pero convergentes que va desde honduras como las de Rulfo y José María Arguedas, hasta el despliegue de estetas como Lezama Lima, Carpentier, Guimaraes Rosa y Borges, sin que quede excluida la dimensión ética, y a este respecto me permito recordar el nombre de Ernesto Sábato. El común denominador es la rebeldía creadora. Ya sea temática o testimonial o se trate de la profunda rebeldía del creador de lenguaje, que amplía el horizonte de posibilidades de conocimiento al crear nuevas relaciones de expresión. Recurriendo a un esquema marcusiano, se podría afirmar que en nuestras letras hay una reacción del «principio de fantasía» ante la prepotencia de «principio de eficacia» con que nos asedia el modelo de vida y de mundo que nos exporta la sociedad industrial-tecnológica como único camino y panacea. En esa rabiosa defensa de nuestro estilo y hombredad se centra, a mi juicio, el más sustancial aporte de esta literatura: es el testimonio de nuestra resistencia a aceptar esa «pesadilla de aire acondicionado que nos venden como futuro», para parafrasear a Cortázar y a Henry Miller. Es un aporte que transciende el campo de lo estético.
La literatura: nuestra ágora
Digo esto porque en la generalmente desdichada vida política de nuestro continente las letras fueron por necesidad un importante vehículo del diálogo entre espíritus distantes, un puente de esperanzas y de constructiva toma de conciencia.
Sabemos que el ágora era para los griegos el lugar de la ciudad donde el pueblo se reunía, debatía, se informaba, se instruía, decidía; pues bien, América Latina, siempre apretada entre la represión y la subcultura, se creó un ágora de papel: fue en la literatura donde nos mantuvimos vinculados y unidos, donde reencontramos una autenticidad detrás de la cortina de sonoras falsificaciones. Fue la unión más concreta que hayamos alcanzado en un continente donde, desde la muerte del gigante Bolívar, las pulsiones de desunión venían siendo más fuertes que las unitivas.
Los escritores supieron crear un espacio propio, un lenguaje que conllevara nuestros reales valores y aspiraciones. Que daba testimonio de nuestro dolor, nuestra alegría y esperanza. En el silencio espeso de la cultura de dependencia, se mantenía ese sutil hilo de plata. Creo que no pecaría de injusto si afirmo que en este sentido los escritores han sido los pioneros en cumplir el ya improrrogable programa de continentalidad de Simón Bolívar. Podemos estar seguros de que los filósofos, los pensadores y los políticos mismos deberán crear también ese lenguaje de independencia y autenticidad que necesitamos para enfrentar la grave crisis social, política, cultural y económica que nos acecha y golpea. Me atrevo a decir que en este sentido la crisis podría ser hasta bienvenida si sirve para hacernos despegar de los modelos de vida pensados por los otros y crear el propio que necesitamos.
Hemos estudiado y aprendido muchas cosas. Nuestras universidades rebosan de tesis eruditas, pero nos ha faltado pensar y definir el modelo y tipo de sociedad que corresponde a nuestra sensibilidad, a nuestro ser. Hemos fallado en lo principal. Ahora entramos en un viraje histórico. Estamos enfrentados a tener que nacer. Ya hay signos promisorios de unión, de acercamiento constructivo, tal el caso de la sólida unión latinoamericana durante la guerra de Las Malvinas, y las consultas en torno a esa “deuda externa” que tiene todos los amenazantes signos de transformarse en “deuda eterna”. Éstos son hechos nuevos que modifican en profundo una inercia política que ya nos resultaría intolerable. La acción conjunta internacional del Grupo Contadora, donde Venezuela cumple rol tan destacado, es signo de una voluntad que antes no existía.
Ha llegado la hora en que los hombres de la cultura, los políticos y los creadores en general se acerquen definitivamente, para definir los objetivos básicos y la consecuente y difícil tarea que nos espera. Es imprescindible crear nuestro “Latinamerican way of life”. Por muchas razones, que no viene al caso analizar, ya es inoperante continuar en ese automatismo imitativo que nos llevó a una forma de vida pensada por otros. Seguiremos siendo “subdesarrollados”, según el mote que nos pegaron, porque en el fondo no queremos ingresar en un modelo que no nos interesa, que nos es espiritualmente inconveniente y hasta remoto. La tarea a la cual estamos convocados consiste en imaginar nuestro desarrollo y nuestro propio estilo de progreso.
Estamos pasando de una situación perimida a un nuevo estadio, y por ello nuestras democracias ya no pueden ser meramente formales o administrativas, porque no puede haber administración de lo que ya fracasó. Nuestras democracias tienen hoy que ser conductoras, creadoras, capaces de revolucionar lo que ya definitivamente no funciona. Estamos en el punto de no retorno y en la mitad de un barrial. Es necesario “tirar p’alante” con la firmeza y decisión de los llaneros de Rómulo Gallegos. Para ello debemos superar viejos miedos y oposiciones estériles. Es necesario convocar todas las fuerzas continentales en una movilización sin precedentes, concertando todos los sectores de nuestros países en una tarea nacional-continental.
Ni somos subdesarrollados irremediables ni somos pobres de solemnidad. Nuestro progreso social se halla entorpecido por una estructura internacional, económica, política y comercial fundamentalmente perversa. Venezuela, Argentina, Brasil, México, Perú, Colombia, para sólo citar los mayores, son países riquísimos con población joven y preparada a la vida. Sin embargo, nos han vendido un lenguaje de penurias y de impotencias, como si fuésemos destinatarios de una fatalidad insuperable. Ocurre más bien lo contrario. Hace pocos días el presidente Alfonsín sintetizó la situación diciendo que América Latina vive un Plan
Marshall, pero al revés. La afluencia de divisas de Latinoamérica hacia los países acreedores, por causa del desorden económico mundial, es anualmente mayor del total de capitales que los nazis expoliaron durante la ocupación de Europa. Bolívar nos espera. Nosotros, nuestra generación, sabrá cumplir. Sería triste dejar la escena sin haber intentado la aventura de América hasta la última consecuencia.
Los perros del paraíso
He merodeado de la literatura hacia la política. Podría justificarme, quizás, recordando que Rómulo Gallegos habría cometido el mismo abuso incursionando por ese campo que tal vez fue el que más disgustos le diera, pero además, pienso que mi novela está directamente ligada al tema del drama americano.
Por cierto, en mi libro he querido indagar por senderos del lenguaje y con figuras de fantasía, en la esencia de nuestra inmadurez. Busqué en el terceto de Isabel La Católica, Fernando de Aragón y Cristóbal Colón los orígenes de un sueño grandioso e imperial, que está en la base de nuestras actuales desdichas e indefiniciones. He querido plasmar un encuentro de civilizaciones que comenzó con un intercambio de regalos y terminó en un genocidio y guerra de dioses. Traté de narrar cómo esas dignidades barbadas (tal como lo creyeron algunos indígenas), llegados en las carabelas, terminan por saquear ese Paraíso que los había impresionado en los primeros días. En el drama todos pierden, pero ellos también. Sólo quedan esos perros vagabundos que andan por los caminos de América como esperando la recreación del jardín arruinado.
Tal vez en mí, como en otros escritores, la obra se fue haciendo como un exorcismo, con la secreta esperanza de que tal vez al hombre le sea dado poder quebrar ese fatalidad del nietzscheano «eterno retorno» de los siempre mismos.
Nada más. Reciban mi más emocionado agradecimiento.
Fernando del Paso (México) y José Antonio Castro, Pedro Díaz Seijas, Alexis Márquez Rodríguez y Iraset Páez Urdaneta (Venezuela).
La desesperanza de José Donoso (Chile), Temporada de Ángeles de Lisandro Otero (Cuba), Las naves quemadas de J. J. Armas Marcelo (España), Cerca del fuego de José Agustín (México), El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz de Alfredo Bryce Echenique (Perú), El gallo de las espuelas de oro de Guillermo Morón y La tragedia del Generalísimo de Denzil Romero (Venezuela).
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