Todas las ciudades tienen sus novelas. Textos que las recorren y, de algún modo, las refundan. Simone es uno de estos textos y San Juan, el objeto sutil de su atención y deseo. Eduardo Lalo ha logrado allí una escritura límpida que deambula tanto por espacios emblemáticos como oscuros de esa hermosa ciudad caribeña, mientras el lector va descubriendo las pasiones del personaje principal, una joven china que huye de la Revolución Cultural, y un entramado literario y filosófico logra dar forma a la pérdida y la fragmentación. Más allá de ser una historia de amor erótico, podría considerarse que Simone encarna el amor la lectura. Li Chao, la obrera que emigra a Puerto Rico y asedia al narrador con sus anónimos, encuentra en el placer de la lectura, un escape al trabajo semiesclavo que sufre en un pequeño restaurante. Otro rasgo notable de Simone es su acertada reelaboración de lo estrictamente narrativo que deviene, bajo el pulso de Lalo, un collage que conjuga los formatos de la crónica, el diario personal, la psicogeografía urbana, el aforismo y el arte conceptual.
Eduardo Lalo (San Juan, Puerto Rico, 1960). Escritor y artista visual. Entre sus inclasificables libros, compuestos por diversos formatos y expresiones artísticas (ensayo literario y fotográfico, ficción, crónica, libro de viajes), destacan: La isla silente (2002) –que reúne en volumen sus primeras obras: En el Burger King de la calle San Francisco (1986), Libro de textos (1992) y Ciudades e islas (1995)-, Los pies de San Juan (2002), La inutilidad (2004), Dónde (2005), Los países invisibles (2008), El deseo del lápiz, Castigo, urbanismo, escritura (2010). También ha participado en exposiciones individuales y colectivas en América Latina, Europa y Estados Unidos. Ha sido galardonado con el Premio del Pen Club y el Premio de Ensayo Juan Gil-Albert-Ciutat de Valencia, España, entre otros.
El jurado de la XVIII edición del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, después de examinar las 200 novelas presentadas a concurso, destaca la calidad innovadora y el amplio espectro creativo de las obras provenientes de diecisiete países de todo el ámbito de la lengua (México 36, España 29, Colombia 27, Argentina 23, Venezuela 22, Perú 14, Chile 12, Bolivia 8, Puerto Rico 6, Uruguay 6, Cuba 5, Ecuador 4, Guatemala 2, Nicaragua 2, República Dominicana 2, Estados Unidos 1 y Costa Rica 1).
Después de un intenso y profundo debate en torno a las obras participantes, el jurado seleccionó como finalistas las siguientes:
Arrecife, Juan Villoro
Bioy, Diego Trelles Paz
Desde la penumbra, Silvia Lago
Formas de volver a casa, Alejandro Zambra
Humo rojo, Perla Suez
Las puertas ocultas, José Napoleón Oropeza
La torre y el jardín, Alberto Chimal
Los sordos, Rodrigo Rey Rosa
Pájaro sin vuelo, Luis Mateo Díaz
Simone, Eduardo Lalo
Vagabunda Bogotá, Luis Carlos Barragán Castro
Y la destacada originalidad de la fabricación, la fuerza expresiva, la apertura a nuevas sensibilidades e ideas, el arte narrativo y el compromiso con la escritura de estas novelas. Impresiona al jurado la notable variedad de registros literarios y estéticos que abarcan desde el thriller y la ciencia-ficción hasta formas experimentales de la novela.
El jurado ha decidido por unanimidad otorgar el Premio Rómulo Gallegos 2013 a la novela Simone del puertorriqueño Eduardo Lalo. Esta obra nos presenta un argumento que intersecta diversas experiencias históricas, sociales, culturales y estéticas de la situación contemporánea a partir de los encuentros y desencuentros azarosos del personaje del narrador con la mujer mágica y enigmática, la musa fugaz imposible de poseer, que nos recuerda a la Nadja, del surrealista André Breton, y la Maga, de Julio Cortázar. Mas esta novela de Lalo abre la fábula a nuevas dimensiones, pues Li Chao es una obrera afectada por la Revolución cultural china y migrante condenada al trabajo semiesclavo en Puerto rico, que irónicamente redime su dura cotidianidad en el espacio anónimo y solitario, supuestamente burgués, de la literatura. Eros y Dédalo, el mito del amor y el mito de la ciudad se dan la mano en esta travesía de un hombre y una mujer por la urbe devastada de la modernidad colonial tardía que es San Juan de Puerto Rico. Las modalidades de la crónica, el diario, la psicogeografía urbana, el collage de citas, el aforismo y el arte conceptual convergen en una aventura magistralmente contada donde se apuesta, pese al culto al fracaso que embarga al narrador, a la capacidad reivindicadora de la literatura, el amor y el ensueño en el mundo desencantado del capitalismo tardío. Simone, en suma, es una obra que además de compartir la calidad de muchas de las obras concurrentes aporta un amplísimo abanico de intuiciones estéticas y afectivas de potencial impacto continental.
En Caracas al 6 de junio de 2013
La mayor parte de los habitantes del mundo poseen orígenes definidos, estables, prácticamente incuestionables: un lugar, un pueblo, una nación, un documento estatal, que establecen claramente sus coordenadas personales. Sin embargo, existen también otros habitantes del planeta cuyos orígenes son preguntas, equivocaciones o condenas. Recuerdo mis tiempos de estudiante en Europa, cuando invariablemente me detenía la gendarmería francesa en sus puestos de frontera. Recuerdo como el ceño del oficial se fruncía al examinar mi pasaporte, como comparaba la foto con mi cara, como volvía sobre el documento, como me dejaba esperando ante el mostrador y regresaba con un superior que, luego de examinar nuevamente las páginas de mi documento de “identidad”, me preguntaba con una mezcla de desprecio y celo policiaco: “Qui etez-vous?”, “¿Quién es usted?”
En ese documento que permite acceder al resto del mundo, se consignaba sin explicación un puñado de datos desorientadores que en mi caso confundían orígenes con legalidades. En el pasaporte no estaban mis lealtades o, lo que es lo mismo, la explicación de mí mismo dada desde la consciencia de los afectos. En ese pasaporte concedido a Eduardo Alfredo Rodríguez Rodríguez se le informaba a los aduaneros del mundo que el que tenían ante sí era un ciudadano estadounidense nacido en Cuba y (en esa época, hace unos 30 años, y he aquí otra instancia por la que ha aumentado nuestra invisibilidad) que este documento había sido emitido por el Departamento de Estado del Estado Libre Asociado de Puerto Rico. En lugar del pretendido efecto clarificador del pasaporte, entregaba un documento opaco y turbio. Desde entonces, he debido sintetizar en las fronteras en las que he sido detenido una formulación factual que resulta para muchos casi incomprensible: “No soy estadounidense, no soy cubano, soy puertorriqueño”. La explicación larga de esto, la abarcadora pero siempre incompleta, se halla de maneras no del todo evidentes, en mis libros.
A veces alguien tiene la fortuna, y ésta aumenta en aquellos cuya historia familiar está asociada al exilio, la lejanía y la pérdida, de hallar un lugar en el mundo. Recibí este don cuando apenas tuve consciencia de mí mismo, montado en una bicicleta en cuyo manubrio iba trabado perennemente un guante de béisbol. En cualquier calle se armaban partidos con jugadores que ahora bateaban y corrían las bases, pero que solo un rato después se reagruparían en nuevos equipos, luchando bajo los aros de una cancha de baloncesto. Allí, entre esos muchachos, supe ya lo que ningún pasaporte ni ningún oportunismo podía confundir ni negar: era como cualquiera de mis amigos, era un puertorriqueño más. Conocí así lo que muchas décadas después descubriría en una frase de Derek Walcott: “…que el propósito de la poesía es quedar enamorado del mundo a pesar de la Historia.”
Durante décadas mis pasos me han llevado por las calles de San Juan hasta la gran explanada que queda ante el Castillo del Morro, la fortaleza principal del sistema de defensas que construyó la corona española. Por siglos nuestra ciudad fue la boca de América. Allí comenzaba su cuerpo de casi incontables miembros y comenzaban también, luego del azaroso cruce de los mares, las palabras que se compartían desde ese litoral hasta la Patagonia. He ido allí incansablemente desde que supe que mi vida estaría asociada a la escritura, desde que en una noche lejana de París Eduardo Rodríguez se convirtió en Eduardo Lalo. Me paro en lo alto de las murallas y observo el mar, la lejana línea del horizonte que tantas veces he fotografiado. Para los isleños, el océano puede ser un desierto. Todo o casi todo llega por él, pero a la vez ese espacio es infranqueable. Uno queda allí, sobre la muralla, en el límite de lo habitable, observando el punto más distante. Pero allí también, el escritor que llegué a ser, descubrió el poder devastador de la indiferencia y el silencio. Por esto, probablemente, regreso a esa muralla a contemplar un silencio y un espacio sin límites, a los que aparentemente no hay nada que oponerles. Ante ese vacío entendí que tenía que aprender a sobrevivir a ese océano, que era la imagen de la distancia, el abandono y el aislamiento, y que esta lejanía del mundo había llevado a su fin a tantos artistas y escritores del Caribe. Allí, sobre la muralla, me percaté por qué las palabras morían tantas veces en nuestras bocas y en nuestras páginas; conocí cómo la historia era una máquina de invisibilizaciones; supe cómo en Puerto Rico la respiración estaría siempre en lucha contra la asfixia. Al igual que en las más altas montañas del planeta, el mar que nos separaba y desdibujaba era una zona de la muerte.
Un día, ya no recuerdo cuándo, supe desde lo alto de esa muralla, con la vista clavada en el horizonte, que era desde ese lugar que debía pensar y escribir. En realidad mis pies pisaban un espacio incomparable. No era un ámbito menor ni prescindible, como tantas veces las toxicidades de nuestras dos conquistas -la española y la estadounidense- nos habían llevado a pensar. Era un lugar privilegiado para reescribir el mundo, un espacio de visión, un lugar al que solo se podía arribar después de recorrer muchos caminos. Era, es cierto, un sitio roto, sucio, a veces nimio, pero en él se encontraba todo lo humano. Allí estaban también todas las palabras. Si hubo una epifanía ante ese mar, fue que nuestra pobreza me daba una libertad enorme. Sobre esa muralla supe que muchos otros, de los más diversos países y épocas, habían observado también ese horizonte, pero que en su caso podía haber sido un desierto o una cordillera, la pampa o la favela, la injusticia, la locura o la sexualidad, y se habían dado cuenta como yo que en lo sucesivo su deber era permanecer allí hasta que la lucidez redefiniera el dolor.
En algún lugar dije que escribo para reivindicar nuestro derecho a la tragedia. Sobre esa muralla del Castillo del Morro, en San Juan, supe que mi palabra, como la de mi pueblo, como la de tantos hombres y mujeres y pueblos del mundo, se construiría cuestionando, luchando, rompiendo los pasaportes que nos había reservado y a veces impuesto la historia. Así supe que con solo ser puertorriqueño podía ser griego; que la tragedia que nos había formado no era menor a ninguna. Así ese mar dejó de ser un desierto y fue a la vez el de Odiseo y el de los arahuacos que desde la costa de Venezuela circularon en dos direcciones, hacia el norte y hacia el sur, poblando el Caribe y Sudamérica hasta Brasil y Paraguay. De alguna manera, las palabras y sus sombras nos habían permitido sobrevivir y nos hacían posible el viaje a cualquier tiempo y a cualquier lugar, a pesar de las tempestades y los naufragios de nuestra historia.
Y así he llegado aquí, ante ustedes. Vengo de Puerto Rico, frontera extrema de América latina, el único país latinoamericano conquistado dos veces. El país al que la administración colonial española le negó la imprenta hasta comienzos del siglo XIX, al que no le permitió crear una universidad por más de cuatro siglos, al que entregó como botín de guerra, como si fuera una hacienda o un cargamento de azúcar, a su nuevo dominador. Soy de ese lugar que acaso vivió la globalización antes que cualquier otra sociedad, aún antes de que existiera el término y el conocimiento, tanto de sus consecuencias como también de las formas de oponerla. Soy de un país que resistió solo, por la fuerza de su propia cultura, a las imposiciones imperiales del país que domina y seduce desde el comienzo del siglo XX. Soy de la sociedad que tiene al preso político que lleva más años en una cárcel en toda la historia de las Américas, acusado de haber conspirado sediciosamente contra un país al que no pertenece. Oscar López Rivera lleva 32 años en prisión. Su libertad está al alcance de una sola mano de un solo hombre. Se consigue con una firma humanitaria. Con una firma que será digna para todas las partes. Pertenezco a una larga lista de escritores marginados, cuando no ninguneados, por el peso de un gentilicio que difícilmente se asocia a la grandeza y la victoria. Brillantes artistas cuya luz fue consumida por el aislamiento y la debilidad de las instituciones culturales puertorriqueñas, víctimas de nuestra incapacidad de auto representación y, a veces también, de auto respeto. Digo aquí, como un murmullo, como un sonido llegado más allá de los mares, como reivindicación y acto de justicia, tres nombres que representan a una legión. Que estos muertos homenajeen a tantos vivos: Manuel Ramos Otero, José María Lima, Víctor Fragoso. Vengo y regresaré a una sociedad perpetuamente amenazada de muerte por sus fantasmas, por sus terrores, por sus cobardías. Pero estoy aquí con todos mis muertos y todos mis compatriotas.
En un momento único como este, recuerdo y reivindico las voluntades de la palabra, las posibilidades enormes de la literatura. El escritor marca la superficie del mundo con el paso de su sombra. El texto, contrario a las apariencias, es una forma efímera. En la “Canción de Xaxubutawaxugi”, uno de los últimos Aché Guayaki del Paraguay, dice su autor ante una noche en la selva equivalente a observar el horizonte desde una muralla de San Juan. Los versos son de una casi insoportable belleza:
“Yo mismo
solo y sin nadie en el mundo
tengo ya el hermoso hoy.”
Los hombres y las mujeres que ejercen cierta práctica de la escritura pueden comprender el abismo salvador presente en estas palabras. Luego de escucharlas, la noche no será ya la misma por haber conquistado la plenitud de su momento: el “hermoso hoy”. Ningún pasaporte, ninguna ley imperial, ninguna de las incapacidades históricas de nuestra nación, puede destruir o silenciar completamente lo que generaciones de hombres y mujeres han descubierto frente al océano que los separa y los reúne, en las palabras que han reunido cercados por el mar y por la historia.
En la pobreza que me compone tengo ya al “hermoso hoy”. Agradezco profundamente que sea aquí en Venezuela, donde quizá por primera vez en mi vida, haya sacado del bolsillo mi verdadero pasaporte, aquel en que ninguna de sus palabras me niega o me condena. Por fin, luego de leer mis datos opacos y turbios ninguna autoridad me detiene. Así, como los antiguos nautas del Caribe, viajo hacia el norte y hacia el sur, del Mar de las Antillas a la costa venezolana y más allá. Voy y a la vez regreso y ya no sé exactamente lo que significan los puntos cardinales, las islas o los continentes, porque esta noche mi pasaporte ya no es una equivocación o una decisión tomada por un extraño, una agenda inconclusa, una incapacidad histórica o un cúmulo de renuncias, sino una forma en que generaciones de puertorriqueños se han enfrentado a las violencias de su historia, al vacío del océano, a su dolor, a su lucha, al fracaso y han formulado así palabras que se unen a las voces de todos aquellos que se han enfrentado en cualquier tiempo y lugar con los límites de sus cuerpos y sus sociedades.
Pronto volveré a San Juan. Iré a la muralla y encontraré de nuevo el océano. Haré como Xaxubutawaxugi en la noche de la selva. Recordaré la valentía y la dignidad de la palabra. Entonces volveré a sentir más allá del océano, más allá de la historia, el “hermoso hoy”.
Arrecife, Juan Villoro
Bioy, Diego Trelles Paz
Desde la penumbra, Silvia Lago
Formas de volver a casa, Alejandro Zambra
Humo rojo, Perla Suez
Las puertas ocultas, José Napoleón Oropeza
La torre y el jardín, Alberto Chimal
Los sordos, Rodrigo Rey Rosa
Pájaro sin vuelo, Luis Mateo Díaz
Simone, Eduardo Lalo
Vagabunda Bogotá, Luis Carlos Barragán Castro
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