La casa de las dos palmas ha sido la más largamente esperada entre las novelas del gran escritor antioqueño Manuel Mejía Vallejo. En ella ha venido trabajando el narrador durante varios años y siempre la consideró él como la que sería su obra mayor.
No se requiere poseer dotes especiales de vidente para, anticipar que los lectores y la crítica la situarán entre las mejores creaciones latinoamericanas contemporáneas. Y, entre las novelas de Mejía Vallejo, al lado de El día señalado (1964), de Aire de tango (1973), de tantas otras novelas y colecciones de cuentos que han ubicado a Mejía Vallejo entre los grandes narradores que escriben y publican hoy en el país y en todo el ancho mundo de habla española.
En La casa de las dos palmas el lector está de nuevo en Balandú, el pueblo creado por la magia de Mejía Vallejo. Es la culminación de una riquísima etapa de su obra. Pero, al mismo tiempo, al terminar la lectura de sus 400 páginas plenas de aciertos de toda índole, -en personajes, en situaciones, en ambientes-, el lector llega a la conclusión de que Mejía Vallejo, a los 65 años de su vida, está en espléndida madurez creadora. Y que de él puedes, -y deben- esperarse nuevas obras de narrativa singularmente valiosas. Con la certeza de que tan fácil vaticinio va a cumplirse inexorablemente .
Cuarenta y tres años después de su primer libro, la novela La tierra éramos nosotros, Manuel Mejía Vallejo, con La casa de las dos palmas pone de presente, una vez más y de modo cierto, que es y seguirá siendo, ojalá por muchos años, un novelista que ha sabido crear su propio mundo. Su propio mundo de imaginación y de realidad.
Cuando a principios de mil novecientos cincuenta pensaba efectuar en Caracas una mínima labor editorial, hice escala en Maracaibo para visitar a Guillermo Angulo, amigo entrañable que de alguna manera abrió el camino de otras andanzas. Aquella ciudad me gustó por su cielo grande, la temperatura humana de sus gentes y ese aire de zona tórrida frecuente en mi vida, en mis novelas y en mis cuentos.
Llegaba de Medellín, allí había colaborado en un pequeño diario que defendía las ideas de Jorge Eliécer Gaitán: escribíamos aquellas hojas con una pasión de las mejores y una fresca esperanza. Creíamos entonces que el mundo podía tener fe en sí mismo y que la violencia era nada más un dolor largo y pasajero. Así comprobé una verdad dolorosa: la vida se estaba convirtiendo en una especie de sitio inhabitable para el ser humano.
Al otro día de mi llegada a Maracaibo supe que habían fundado recientemente un diario y que su director era un viejo luchador con ideas ligeramente utópicas; además buscaban cualquier periodista que sostuviera una columna permanente, entrevistas ocasionales y una nota editorial para cada día. Allá fui como quien inicia su pequeña aventura sin final, me entregaron una máquina de escribir y dos temas obligatorios que debía desarrollar en tiempo corto: algo sobre cultivar el trigo, y un enfoque acerca de la presunta nacionalización del petróleo. El otro tema era de libre elección. Empecé por éste, un comentario sobre Rómulo Gallegos, maestro indudable en aquellos años y en muchos venideros.
Tal vez mi desparpajo ante el petróleo que sudé y el duro pan que salió de mi enfoque sobre el trigo, añadido a mi amor por aquel viejo grande, hicieron que al día siguiente empezara a trabajar como redactor de planta, y allí seguí durante cerca de tres años, que también en la ausencia han ido prolongándose y haciendo de este país mi segunda patria, la que he llevado en una memoria cordialísima por el duro camino del hombre y en los de la búsqueda de años favorables para todos los seres de este mundo desesperanzado. Sin embargo, con cierto varonil desmayo debemos pensar que no obstante la barbarie, el escritor no puede caer en la desesperanza: siempre habrá sitios donde tendremos fe en la vida y en las cosas, y esteros en paz capaces de reflejar con honda claridad los cielos.
Tal vez no seamos sino las ciegas hormigas o las cigarras delirantes o los dientes del lobo, puede ser. Sin embargo, algo muy adentro nos dice que no todo estará perdido, y que a veces ocurren derrumbes que más pueden ser caminos en proceso, y que vendrá el goce acogedor después del grito, y que es hermosa la llamarada y que las cenizas sirven de abono para la buena tierra. Y que fuera de la realidad enemiga también existen el sueño y la ensoñación después del día fatigado, y habrá cantos corales y aparecerán seres de selección con quienes podremos compartir la alegría y los silencios.
Sé que han sucedido muchos cambios en la literatura hispanoamericana y que nuevas inquietudes animan a los escritores de hoy. Pero siguen siendo inolvidables aquellas bravas descripciones geográficas y humanas de Canaima, la poesía en Cantaclaro, el descubrimiento de una desgarrada civilización en Doña Bárbara, el hallazgo del hombre de una América nueva: Gallegos quiso hacerlo posible desde que abrió una trocha por donde hemos trajinado quienes deseamos seguir su ejemplo y aprender algo del vigor de su prosa y de su estatura magistral.
Sabedor de la importancia que tiene este premio en nuestros países de habla española, sólo deseo agregar un gracias de serena alegría a Venezuela, gracias al jurado que tuvo en cuenta mi obra, y gracias, con carácter retroactivo, a don Rómulo Gallegos por seguir siendo un maestro para la literatura y una conciencia moral para todo el continente.
Abel Posse (Argentina) y Alfredo Armas Alfonso, Oswaldo Larrazábal, Caupolicán Ovalles y Mario Torrealba Lossi (Venezuela).
La escapada de María Granata (Argentina), Las iniciales de la tierra de Jesús Díaz (Cuba), Castigo divino de Sergio Ramírez (Nicaragua) y El Capitán Kid de Salvador Garmendia (Venezuela).
Casa de Rómulo Gallegos. Avenida Luis Roche con tercera transversal de Altamira. Municipio Chacao. Caracas. República Bolivariana de Venezuela.
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