Mal de amores es la historia de una pasión entretejida a la historia de un país, de una guerra, de una familia, de varias vocaciones desmesuradas.
Emilia Sauri, la protagonista de esta inquietante novela, nace en una familia liberal y tiene la fortuna de aprender de quienes lo viven con ingenio, avidez y entereza. Cobijada por la certidumbre de que el valor no es tal sin la paciencia, busca su destino enfrentando las limitaciones impuestas a su género y los peligros de su amor a dos hombres: desde su infancia por Daniel Cuenca, inasible aventurero y revolucionario, y en su madurez por Antonio Zavalza, un médico cuya audacia primera está en buscar la paz en mitad de la guerra civil.
Regida por la mejor tradición de las novelas costumbristas, Mal de amores es una novela cuya prosa nítida y rápida consigue arrobarnos con su maestría, mientras nos regala los delirios de una invocación amorosa cuya desmesura nos contagia de futuro y esperanza.
Ángeles Mastretta (Puebla, 1949).
Periodista, poeta y narradora, estudió la Licenciatura en Comunicación en la UNAM.
Fue directora de Difusión Cultural de la ENEP Acatlán (UNAM) y del Museo del Chopo. Ha colaborado en distintos medios de comunicación.
Su novela Arráncame la vida le ha dado reconocimiento a nivel nacional (Premio Mazatlán de Literatura 1985) e internacional, pues ha sido traducida al alemán, inglés, italiano, francés, danés, turco, noruego, portugués, hebrero y holandés.
Con Mal de amores Ángeles Mastretta confirma que es una de las figuras centrales de la narrativa lationamericana contemporánea.
…el mundo iluminado y yo despierta
Sor Juana Inés de la Cruz, «El sueño»
A veces la vida nos reta con el fin de saber si tendremos la fortaleza necesaria para recibir su generosidad con sencillez. A mí me cuesta siempre más trabajo entender la sorpresa de una dicha que la justicia inmanente de las penas. Me enseñaron que se necesita valor para enfrentar la desgracia y que es virtud ponerle buena cara al mal tiempo. En cambio, no hay receta para aceptar las grandes alegrías. Por más que para entenderlas también se necesite rigor y entereza.
Sé de qué tamaño es el privilegio que recibo con este premio, quiero agradecerlo con la misma fuerza con que sé y acepto la responsabilidad que entraña. Quiero recibir este reconocimiento sin perder el deseo de confiar en mis dudas más que en mis dogmas, sin creer que traiciono a mi padre que murió mucho antes de que alguien comprendiera su pasión por las palabras, sin desertar de la paciencia con que tantos escritores han trabajado y trabajan, desprovistos de la ambición de un premio y absteniéndose de maldecir a quienes los ganan. Quiero recibir este premio con el regocijo que produce un buen amor, no con la arrogancia de quien imagina una victoria. Sé bien de la intensidad y la sabiduría de los escritores que me preceden en esta buenaventura y que antes me precedieron y aún me enseñan el valor y la tenacidad que se necesitan para entregarse a la febril aventura de hacer libros. Sé también, como lo saben ellos, que ha habido y hay otros cómplices de nuestras aventuras que merecen tanto o más la bienaventuranza de un premio.
Considero un privilegio el oficio de escribir como lo hicieron tantas mujeres y tantos hombres a quienes sólo rigió el deseo de contar una historia para consolar o hacer felices a quienes se reconocen en ella. De contar una historia para desentrañar y bendecir la complejidad de lo que parece fácil, la importancia de lo que se supone que no importa, de lo que no registran ni los periódicos ni los libros de economía, de lo que no explican los sociólogos, no curan los médicos, ni aparece como un peldaño en nuestro curriculum: de la hazaña diaria que es sobrevivir al desamor, al momento en que nos sentimos más amados que ningún otro, a la maravilla de andar como vivos eternos aun cuando la muerte golpea a nuestra puerta, al delirio de quienes nos abandonan y al delirio con que abandonamos, a la decisión que más duele y menos se pregona, a la vejez y a la adolescencia, al mar y a los atardeceres, a la luna inclemente y al sol tibio.
Aún menos certeros que los geólogos, más empeñados en la magia que los médicos, los escritores trabajamos para soñar con los otros, para mejorar nuestro destino, para vivir todas las vidas que no sería posible vivir siendo sólo nosotros. Siempre he pensado que es suficiente recompensa un lector que asume las cosas que uno cuenta como las cosas que pudieron pasar. Tal vez por eso el Premio Rómulo Gallegos, entregado a Mal de amores, esta novela cuyo aire me hizo sentir a resguardo mientras lo respiraba, me conmovió y me sorprende tanto.
La primera vez que pensé en ella, Emilia Sauri estaba sentada en el patio trasero de su casa, dándoles de comer a unas gallinas inquietas y blanquísimas. Su falda recogida dejaba ver unas piernas fuertes y largas como después las tuvo. Tenía los ojos de almendras, amplia la palma de las manos, olía a sahumerio y a yerba clara. Sobre su cabeza vagabundeada una luna recién amanecida y una estrella crecía en su entrepierna mientras su imaginación invocaba a un hombre con el que no dormía. Emilia Sauri sería una mujer presa de dos pasiones. Doméstica y audaz, suave pero beligerante. Tendría una casa grande llena de hijos y parientes, un marido deseado, generoso y trabajador como el agua, un amante cuya historia yo no sabía de cierto, ni quería conocer sino hasta la mañana en que irrumpiera a medio libro para alzarnos en vilo a ella y a mí. Impertinente y desordenado, con los hombros caídos y la cabeza prediciendo portentos.
Para fortuna de ella y mía, Emilia Sauri nunca tuvo gallinas. La siguiente vez que la vi, dilucidaba sin tregua si era verdad o era que un sueño la había puesto a querer dos hombre al mismo tiempo, con la misma vehemencia, con el intacto deseo por uno y otro, sin más dolor que un enigma de horarios y amaneceres. ¿Cómo se puede querer a dos hombres y hacerse al ánimo de amanecer sólo con uno? Emilia Sauri se daría este problema y otros le iría dando la vida que se me fue ocurriendo, a partir de la tarde en que sus padres la engendraron, por fin, tras mucho irla buscando.
¿Cómo sería que Emilia fue naciendo a finales de un siglo carcomido como el nuestro, como todos los siglos, por el abuso, la esperanza y la sinrazón? ¿Cómo es que fue creciendo hasta dar con la juventud y la guerra? No sé.
Tantas cosas pasan durante un libro, tanta ocurrencia y tanto afán caben en trescientas cuartillas, que cuando me preguntan de qué se trata este libro siento el temor de que sea posible decir en diez palabras todo lo que fui diciendo durante años de llegar puntual, como a ninguna parte, al cuarto cuyo silencio exorcizo con el diario deber de inventar una historia. Ese y ningún otro trabajo me ha dado la vida. Nunca aprendí a bordar, jamás me alcanzó el talento para tocar el piano, no imaginé siquiera la posibilidad de liarme con la ingeniería, no sabría administrar una empresa, ni obedecer a mi partido o a mi jefe, no se me ocurre cómo salvar la ecología y sé de medicina lo que mi ansia de médico me ha enseñado a leer en el vademécum. No he podido jamás memorizar dos renglones de una ley, no sabría llevar las cuentas de una tienda, ni soy capaz de vender un paraguas en mitad de un aguacero. No me quejo de todas mis carencias, escribir es un oficio que enmienda casi cualquier mal; escribiendo en los últimos años he podido sentir a una mujer con la voz de ángel que no tengo, he conseguido enamorarme de diez hombres con toda mi alma, he recuperado al padre que perdí un amanecer, he convivido con él y su gusto por la ópera, la política y el buen vino.
He sido cuerda y desmesurada. He tenido un tío rico que me hereda una casa colonial y he jugado por fin junto a la fuente que había en el jardín de mi bisabuelo. Es más, lo he conocido, he aprendido de sus palabras cómo curar heridas, cómo reconocer gravedades, cómo sacar hijos de las panzas azules en que los guardan sus madres. Escribiendo Mal de amores, me subí a los trenes de la Revolución, me hice médico, curandera, adivino, aldeana, general, cura, librero, guerrillera, amante de un hombre que me necesita y de otro que no sabe lo que quiere. Ahora que la novela se ha quedado en manos de otros, me ha tomado una nostalgia de todo ese mundo entre álgido y beatífico en que viví mientras la escribía, echando maldiciones, durmiendo mal, abrumando a los otros con el pesar de quien, un día sí y otro también, se siente perdida en una realidad extraña y ardua que quién sabe cómo la atrapó y quién sabe cuándo pensará soltarla.
¿Qué es hacer un libro? ¿Para qué hacer un libro? Los libros son objetos solitarios, sólo se cumplen si otro los abre, sólo existen si hay quien esté dispuesto a perderse en ellos. Quienes hacemos libros nunca estamos seguros de que habrá quien le dé sentido a nuestro quehacer. Escribimos un día aterrados y otro dichosos, como quien camina por el borde de un abismo. ¿A quién le importará todo esto? ¿Será que habrá quien llore las muertes que hemos llorado? ¿Habrá quien le tema al deseo, quien lo consienta y lo urja con nosotros? ¿Para qué hacer una novela de costumbres? ¿A quién conmoverá el olor a sopa caliente bajando por las escaleras que sube un aventurero? ¿Quién apreciará el silencio anticuado y valiente de un médico? ¿Valdrá la pena leer diez libros sobre yerbas y menjurjes para encontrar dos nombres que hagan creíble media página?
Empecé a escribir la novela para Emilia Sauri, el personaje de este libro, casi un año después de verla y ambicionarla por primera vez. Era enero de 1993. Decidí que Emilia Sauri naciera justo cien años antes porque quise pensar la vida en esos tiempos, entre cosas porque fueron años de riesgo y sueños que parecían remotos. No imaginaba tiempo más distinto del nuestro. No supe sino después de muchos meses de lectura cuánto ignoraba de lo que, según yo, todo mexicano sabe como su nombre. ¿Qué pasaba en nuestro país durante los años anteriores a la guerra civil? ¿Qué era el Porfiriato además de un periodo de treinta años en el que gobernó un general llamado Porfirio Díaz? ¿De qué vivía la gente, qué profesión elegía, quiénes no podían elegir y quiénes no elegían porque ni eso necesitaban? ¿En dónde estudiaban los niños de clase media, qué jabón usaban, qué médicos veían, qué medicinas tomaban, qué diversiones los acunaron, en qué viajaban? Después, a la novela, sólo pasó el perfume remoto de eso que aprendí. No hacía falta más. Al parecer no se necesitaba la especialización en héroes y convocatorias, proclamas y manifestaciones que cruzaron la historia patria entre 1893 y 1917. Sin embargo, no me hubiera atrevido a creerme la novela sin tenerla. Aunque al corregir hayan quedado sólo dos o tres menciones de todo aquel enjambre. Obtuve, en cambio, del presente que se nos fue imponiendo, materia de reflexión y anécdotas para temblar por un pasado que a veces parece de regreso.
Cumplí con el deber de inventar cada mañana un mundo y escribí para sentir que mejoraba el presente invocando el pasado, para asegurarme de que la vida ha sido difícil y hermosa muchas veces antes de ahora, para recordar que no tiene remedio y que más de uno se empeña en que lo tenga a pesar de saber con meridiana claridad que de nada sirve su empeño. Ahora que llevo un año mirando sin filtros la vida que nos aflige, tiemblo de pensar que nuestro futuro pueda parecerse al que trastornó el país de los Sauri. Elegimos modos extraños de convocar y asumir el mundo que nos rodea. Pienso ahora que preferir el pasado, instalar en él las piernas y los ojos de Emilia Sauri, ha sido la manera de soñar que estos tiempos tienen remedio, que no son peores que otros, que nuestros hijos tendrán pasiones, futuro y abismos, como los tuvieron nuestros abuelos y los vamos teniendo nosotros.
Quiero dar las gracias a la fundación que lleva el nombre de Rómulo Gallegos, ese pionero cuya fidelidad al lenguaje y las cosas del mundo latinoamericano le convirtió en un escritor inolvidable, por la generosidad con que se ha mantenido la costumbre de poner la decisión de a quién se entrega este premio en un jurado de escritores. Tengo para quienes integraron el décimo jurado un intenso agradecimiento por el tiempo, el trabajo y la pasión que dedicaron a este acuerdo. Quiero sobre todo darle las gracias a Venezuela, a su gente, por la calidez con que me ha recibido.
No sé si las estrellas sueñan o deciden nuestro destino, creo sí que nuestro destino es impredecible y azaroso como los sueños. Por eso las mujeres y los hombres de nuestro tiempo aún temblamos cada mañana cuando el mundo se ilumina y nos despierta.
Hace tres siglos, Sor Juana Inés de la Cruz escribió el más grande de sus poemas, para invocar la noche en que soñó que, de una vez, quería comprender todas las cosas de las que se compone el universo. En cientos de versos a veces herméticos y siempre de una sonoridad gozosa, la poeta se describe dormida, volando, una y otra vez aferrada al intento de dibujar los secretos del mundo, sin conseguirlo ni cuando lo divide en categorías, ni cuando lo busca en un solo individuo. Por fin la ingrata noche se acaba y la luz del amanecer la encuentra desengañada, diciendo ese prodigio de verso que es el final del Primero Sueño: «el mundo iluminado y yo despierta».
Menos audaces que Sor Juana, más lejos de su genio que de su empeño, quienes tenemos la fortuna de encontrar un destino en la voluntad de nombrar el mundo compartimos con ella el diario desengaño de no comprenderlo. Por eso escribimos, regidos por ese desencanto y convocados por una ambición que imagina que al nombrar el fuego, los peces, la cordura, el viento, el estupor, la muerte, conseguimos por un instante comprender lo que son.
De ahí que cada vez que abandonamos un libro creyendo que lo hemos acabado, despertemos a la zozobra de un universo milagroso cuya razón de ser no comprendemos. De semejante desamparo no nos libra sino la urgencia de inventar otro libro. Nos dedicamos a escribir un día con medio y otro con esperanza como quien camina con placer por el borde de un precipicio. Ayudados por la imaginación y la memoria, por nuestros deseos y nuestra urgencia de hacer creíble la quimera. No imagino un quehacer más pródigo que éste con el que di como si no me quedara otro remedio. Por eso recibo este premio más suspensa que ufana.
Siempre he sabido que la fortuna fue generosa conmigo al concederme una profesión con la que me gano la vida, mejoro mi vida y sobrevivo cuando la vida se vuelve ardua. No me hubiera atrevido a pedirle al destino ninguna otra recompensa a cambio de mi trabajo.
Muchas gracias.
Javier Marías (España), Bella Jozef (Brasil), Antonio Skármeta (Chile), Juan Gustavo Cobo Borda (Colombia) y Carlos Pacheco (Venezuela).
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